
Hay motos que son guerreras, pero literalmente. Y no en el sentido de que estén todo el día en el mecánico, o que sean RR con las que ir la límite (en circuito). Es que hay motos que son máquinas de guerra improvisadas. Y hay que remontarse unos cuantos años atrás para conocerlas.
Porque sí, hay capítulos menos conocidos en los que las motos se convirtieron en máquinas de guerra improvisadas. Desde los primeros conflictos del siglo XX hasta la Segunda Guerra Mundial, las motos fueron aliadas del ejército, especialmente en Francia, donde modelos como la René Gillet Tipo G marcaron una época. Justamente de esa hablamos hoy.
Motos todoterreno, pero de verdad
Durante la Primera Guerra Mundial, mientras los tanques hacían su aparición en los campos de batalla y los caballos aún no habían sido del todo relegados, las motos encontraron su sitio como solución rápida y eficaz para el transporte de mensajes, suministros o incluso armamento ligero.
Las marcas francesas vieron en el conflicto una oportunidad de expansión: Peugeot (que todavía sigue viva), Gnome & Rhône o René Gillet adaptaron sus motos francesas a las necesidades de la batalla. Y fueron inventos tan increíbles como surrealistas y difíciles de pilotar.
Precisamente uno de los casos más llamativos es el de la René Gillet Tipo G, una motorobusta, de motor bicilíndrico en V, capaz de soportar el peso de un sidecar e incluso una ametralladora ligera Hotchkiss.
A partir de 1926, el Ministerio de la Guerra empezó a adquirir estas motos en serie, que adaptaban modelos civiles con modificaciones específicas: blindajes, soportes para armas, sidecars reforzados y equipamiento médico. Incluso se celebraban jornadas de demostración donde se mostraban prototipos armados con ametralladoras Hotchkiss o convertidos en ambulancias de emergencia. Las motos eran probadas en condiciones durísimas (circuitos con barro, caminos en mal estado, sesiones nocturnas...) y desmontadas pieza por pieza al terminar para evaluar el desgaste. Ríanse ahora de los japoneses; que los franceses también eran meticulosos.
Para más inri, en 1936, un informe del coronel Keller fijó los estándares definitivos para las motos militares francesas: robustas, reparables, adaptables al terreno y con capacidad para recibir mejoras en tiempo de guerra. El resultado fue una flota de dos ruedas que, pese a parecer artesanal o improvisada, seguía protocolos casi industriales de ensayo y mejora continua. Porque no era solo pilotar: era ser mecánico, soldado y mensajero en una máquina diseñada para resistir el infierno.
No era raro ver a estas motos atravesando caminos de tierra bajo fuego enemigo para entregar órdenes o evacuar heridos, a lo peliculero. En el frente occidental, una moto podía significar la diferencia entre una retirada desordenada o una defensa organizada. Pero tenían truco: unos enormes escudos a prueba de balas. A cambio, los conductores no veían ni un palmo.
Las unidades de motoristas ganaron prestigio rápidamente. El ejército francés creó secciones especializadas, como las escuadras de motociclistas exploradores, que operaban en la frontera con Bélgica o en zonas de difícil acceso para vehículos más pesados. Estos soldados, medio conductores, medio infantería, eran entrenados para montar, reparar y, llegado el caso, luchar sobre dos ruedas.
Aquellos sí que eran verdaderos pilotos. Las fotos que nos dejan la época son motos con sidecar y una pequeña, pequeñísima pantalla (escudo) a través de la cual debían manejar las motos. Era milimétrica hasta el punto de que prácticamente no se veía nada.
Imágenes | Yesterday Antique, René Gillet