Si hay algo que los británicos han sabido hacer bien en la historia del motociclismo, es construir motos con carácter. Triumph y Norton fueron durante décadas el epítome de la ingeniería británica sobre dos ruedas, marcas con una tradición inigualable que evocaban un romanticismo mecánico y estético difícil de replicar.
Sin embargo, cuando un joven Adrian Newey (sí, el ingeniero de la F1) visitó las fábricas de estas icónicas marcas durante su formación en el Ordinary National Diploma (OND), descubrió una realidad muy diferente: una industria anclada en el pasado, mientras los japoneses tomaban la delantera.
Adrian Newey ya presenció cómo los japoneses pasaban por encima al resto de marcas
Newey, reconocido hoy como uno de los ingenieros más brillantes de la Fórmula 1, cuenta en su autobiografía una anécdota que podría explicar por qué Honda, Suzuki, Yamaha y Kawasaki terminaron dominando el mundo de las motos. Y eso, en palabras de un reconocido ingeniero espacial, es mucho.
Pero antes, su garaje. Su primera moto fue una Morini 350 Sport... Que no llegó a pilotar mucho. Su padre, que había sido mensajero motorista en el ejército, compartía con él ese entusiasmo por las dos ruedas. Fue tal su afición que decidió regalarle una moto para su cumpleaños y Navidad combinados, una tradición familiar que le permitió cumplir su deseo de tener una Morini 350 Sport.
Sin embargo, había un problema: la legislación solo permitía a los estudiantes conducir motos de hasta 250 cc. Para no quedarse sin rodar, se hizo con una BSA C15 de 1958, una máquina vieja pero ideal para aprender y aprobar el examen de conducir. Mientras tanto, su padre acumulaba kilómetros en la Morini, asegurándose de que estuviera en perfecto estado para su hijo.
En plena fiebre por las motos, Newey se unió al club motero Shakespeare’s Bikers. Se reunían cada miércoles en el pub The Cross Keys y salían a rodar los fines de semana. La camaradería entre moteros era inigualable y, por primera vez, su vida social empezó a girar en torno a las rutas y las máquinas
A pesar de que por un momento llegó a fantasear con diseñar motos, en el fondo sabía que su destino estaba en los coches de carreras. Pero aquellos años sobre dos ruedas le dejaron lecciones valiosas: el sentido de comunidad entre los motoristas, la importancia de la mecánica y, sobre todo, la libertad que solo una moto puede ofrecer, refleja.
En su visita a la fábrica de Triumph, cuenta en sus semblanzas, se encontró con un escenario que parecía sacado de otra época. En un rincón de la fábrica, un anciano vestido con un mono gris se encargaba de pintar a mano los depósitos de gasolina de las motocicletas. El proceso era casi ceremonial, explica Newew: el trabajador sumergía su pincel en un bote de pintura dorada y, con una temblorosa pero precisa muñeca, trazaba una línea perfecta sobre el depósito.
Luego, otro trabajador, más joven, reemplazaba el depósito recién pintado por uno nuevo, mientras el anciano repetía la operación sin prisa alguna. Todo esto ocurría en un ambiente de absoluta calma, con una eficiencia que, a ojos modernos, resultaba, al menos para él, risible.
Newey y sus compañeros miraban boquiabiertos, convencidos de que estaban presenciando una especie de acto de vandalismo sobre la moto. Pero no: aquello era simplemente el método tradicional británico en acción. Un trabajador experto, con décadas de experiencia, pintaba cada depósito con mimo y dedicación. Increíblemente ineficiente, sí, pero con un encanto casi artesanal.
El problema era que, mientras Triumph se enorgullecía de su meticuloso proceso manual, en Japón las fábricas de Honda y Suzuki estaban automatizando la producción, construyendo motos más confiables, más rápidas y más baratas. ¿El resultado? En pocos años, los japoneses habían arrasado con el mercado y dejado a la industria británica en ruinas. Algo que ya vislumbró el propio ingeniero.
Newey, apasionado por las motos desde joven, no pudo evitar sentirse atraído por las máquinas italianas, aunque las japonesas empezaban a llamar su atención por su fiabilidad y rendimiento. Sin embargo, su verdadera vocación era otra: quería construir coches de carreras.
La lección aprendida en la fábrica de Triumph no cayó en saco roto, y a lo largo de su carrera en la Fórmula 1 aplicó lo que había visto. Entendió que la tradición y la artesanía tienen su lugar, pero que la innovación y la eficiencia son las claves del éxito. Mientras Triumph se aferraba a su herencia, los japoneses miraban al futuro.
La historia está bien. Pero es más que una anécdota; una visión de lo que un día pasó con los japoneses... Y que hoy podría pasar con los chinos. La batallita de Newey refleja la batalla entre lo clásico y lo moderno, entre el amor por lo hecho a mano y la necesidad de evolucionar.
Triumph sobrevivió, pero no sin antes pasar por una crisis profunda que la obligó a reinventarse. Hoy, la marca británica sigue siendo sinónimo de motos con alma, pero también ha aprendido una o dos cosas de aquellos japoneses que, en su momento, parecían una amenaza imparable. Y ni a unos ni a otros les va mal; al contrario.
Y Adrian Newey, desde su trono en la Fórmula 1, nunca olvidó aquella lección sobre cómo una línea dorada pintada a mano podía ser la metáfora perfecta de una industria al borde del colapso.
Fotografías: Triumph, Ducati