Lo primero de todo es que os pongáis en situación: llevaba casi un mes sin coger la moto, entre el desagradable clima de estas últimas semanas por estos lares y los horarios intempestivos de las carreras de MotoGP. Además, no la guardo en casa, y de hecho está en la otra punta de mi ciudad. No la utilizo pues a diario y son las escapadas de fin de semana el uso mayoritario que le doy a mi Yamaha FZ-6. Pues bien, este domingo pasado estaba todo perfectamente planeado y los astros alineados: las previsiones del tiempo eran de sol, las carreras de MotoGP a horario normal y yo sólo escribiría la de Moto3, así que después de que acabase la última carrera y de almorzar, me daría una vueltecita, con muchas ganas. Eso sí, no contaba yo con la compañía de una ‘agradable’ tormenta que me acompaño durante todo el camino de regreso…
Salí de casa todo preparado y deseoso de dar dicha vuelta. Iba solo. Ni me molesté en llamar a nadie, seguro de mi disfrute en soledad. ¿Dónde voy? Pues como tampoco es que quedaran muchas horas de sol y lo que quería era algo tranquilito, decido ir a Cortes de la Frontera, que para que os hagáis una idea, está a unos 80 kilómetros de mi punto de salida y es una carretera con zonas de montaña pero con tramos muy desahogados y sin grandes sobresaltos. Me pongo en camino pues, y mis primeras dudas comienzan al ver los numerosos parches de humedad que pueblan la carretera, debido a los últimos días (y semanas) de intensas lluvias. Sin embargo, brilla el sol, corre un poquito de aire y no hay apenas nubes, y además estoy disfrutando del paseo, la verdad.
La cosa empieza a torcerse cuando paso San Pablo de Buceite (los que seáis de la zona os situaréis perfectamente, el resto lo siento pero seguro que os podéis hacer una idea), ya que diviso en la lejanía un par de nubes demasiado negras para mi gusto, aunque tampoco muy grandes. Aún así, no había llegado ni a Gaucín cuando decido darme la vuelta, y en ese momento se puede pensar que peco de conservador, porque el cielo sigue estando casi totalmente despejado. Doy la vuelta pues y una necesidad fisiológica (me hacía pis), me hace detenerme en una venta de San Pablo, donde como me da cosa, me pido un cafelito. Craso error. No llevaría ni diez minutos cuando entra una señora con la siguiente frase que me deja las cosas claras: “¡Adiós! ¡Y yo he dejado la ropa tendida!”
Apuro mi café y salgo a la calle, donde los goterones son bastante gordos. Toca tomar una decisión: salir y confiar en que sólo sea un chaparrón, o esperar, aunque el cielo se ve de repente muy negro y la idea de que me pille la noche no me hace mucha gracia, así que me digo allá voy, que acabo de ver las carreras de Cheste y sé que se puede pilotar muy bien en agua o con el asfalto a medias, como demostraron Marc y Dani. Aunque bien pensado, también he visto a Jorge…
En fin, que decido salir y las primeras gotas me parecen que no son para tanto. Otro craso error. Empieza a caer un chaparrón impresionante, que teniendo en cuenta mi moto me cae íntegra y enteramente encima. Empiezo a perder visibilidad con mi visera totalmente empapada, y encima como llevo gafas si me la levanto la liamos del todo. Así que me la dejo en un termino medio que no convencería a nadie. Y allá voy, a un ritmo totalmente caribeño. He de reconocer que mi concentración es máxima y que mi moto, quizás porque la conozco muy bien, me transmite una seguridad que se agradece en esos momentos muchísimo.
El caso es que el agua me sigue empapando y los conductores de los poco coches que adelanto me miran con esa cara de “como se está poniendo ese chaval”. Además era una locura, porque durante todo el camino veía al final el cielo despejado y quería alcanzarlo, pero no pude. Vamos, que llevaba la tormenta encima, porque al mirar por el retrovisor descubrí que lo que dejaba atrás también era azul. Pero ya que importaba, ya no había vuelta atrás y parar no serviría de nada, que ya a esas alturas el nivel de empapamiento era máximo.
Sobra decir que la tormenta me acompañó hasta la mismísima puerta del garaje y que fue incorporarme de la moto y notar como hilos de agua me caían por todas y cada una de las partes de mi cuerpo. Guantes, almohadillas del casco, pies, todo y más, chorreando. El panorama fue desolador, ya que después de que me dejaran un pantalón de chandal y una toallita para secarme, las pintas que llevaba eran para llorar. Para que os hagáis una idea: camiseta interior térmica (marcando mi único abdominal, eso sí, muy desarrollado), el citado pantalón de chándal y las botas. Un dulce, vamos.
Afortunadamente, y viendo el panorama, lo importante es que queda como una experiencia más de la que seguro me reiré durante mucho tiempo. Es cierto que no ha sido la mejor experiencia que he pasado con la moto, pero bueno, sarna con gusto no pica, o eso dicen. Y para echar el cierre, decir que con las mencionadas pintas entré por la puerta de casa, y mi novia (esa que no sé cómo me aguanta todavía) , después de mirarme detenidamente, y no sé si con pena o miedo, me dijo: “¡Como os gusta sufrir a los moteros! Cuando no es una cosa, es otra.” Amén.
En Motorpasión Moto | Cinco situaciones en las que demostré que las carreras son lo primero (caiga quien caiga)